Como todos los sábados, el cura de la parroquia se había sentado en el templo para escuchar confesiones. Ese día había pocos penitentes. De pronto apareció una chica que estaba desesperada y lloraba como una niña. Se arrodilló ante el sacerdote pidiendo perdón a gritos. La muchacha venía de una clínica abortista en El Paso Texas donde le habían practicado un legrado. Estaba arrepentida y consciente de que ahora era demasiado tarde. “¡Qué hice! –decía entre lágrimas– Maté a mi hijo, yo lo maté!”
¿Cuál fue la ruta que recorrió aquella joven para llegar a hacer lo que hizo? Recordaba su primera Comunión como el día más feliz de su infancia. Su familia era católica practicante y le habían enseñado a amar a Jesús. Pero cuando en la juventud entró en contacto con ciertas compañías su fe se debilitó. Después el ambiente universitario, hostil a la religión, le hizo perder aquello que sus padres le habían dejado como heredad espiritual. Su cirio del amor a Dios, que fulguraba aquel día en que se vistió de blanco para recibir a Jesús sacramentado, se apagó por completo.
Decidió ser hippie y atea. Consideraba los valores de la virginidad y el ideal del matrimonio cristiano como reliquias de su infancia. La abstinencia de drogas, tan enseñada por sus padres le parecía una doctrina fuera de época. Probó la marihuana y le gustó por mucho tiempo. Pronto la envolvió la ideología feminista y se entregó al amor libre con su pareja a quien se dedicó a hacer feliz practicando sexo sin compromiso. Hasta que vino un embarazo inesperado.
Abortar le parecía lo más normal, al fin y al cabo ella decía tener derecho sobre su cuerpo. Pensaba que ir a la abortería era como ir con el dentista a quitarse una muela. Pero el aborto fue una experiencia traumática, la más horrenda de su vida, en lo físico y lo emocional. Tanto así que aquella tarde buscó, llena de angustia, a un sacerdote. Había visto el averno de cerca, y ahora quería volver a encender la luz de aquel cirio de su fe católica que años antes se había apagado.
Jesús la sanó del trauma del aborto y actualmente es profesora universitaria. Está convencida de que las ideologías que fueron tan aplaudidas en su tiempo –el nazismo, el marxismo, el maoísmo– dejaron atrás una estela de millones de muertos. Fueron auténticos infiernos fabricados por hombres que creían que el mundo se bastaba a sí mismo y que no tenía necesidad de Dios. Hoy las ideologías actuales que la llevaron a abortar –el género, el feminismo, el relativismo–le parecen los nuevos errores que pueden llenar el mundo de cadáveres.
Gran misterio encierra el comportamiento humano. ¿Qué hizo que esta mujer, habiendo crecido en la fe católica, se ofuscara hasta llegar a extraviarse y arrojarse por sendas de degeneración? Hay momentos en la vida en los que, por alguna influencia nociva, la razón puede ofuscarse, extraviarse, incluso pervertirse. Nuestra conducta está llena de sombras y matices ajenos a la inteligencia que actúan y mueven los resortes de la voluntad y del corazón, llevándola por extraños caminos.
La fe católica es la lámpara que alumbra nuestra inteligencia y que nos impide cometer errores que luego no se pueden remediar. La fe nos descubre un orden que viene de Dios y nos permite preservar nuestra dignidad. Observaba Napoleón: “Los pueblos pasan, los tronos y las dinastías se derrumban, pero la Iglesia permanece”. Dos mil años de historia nos hacen afirmar que nuestra Iglesia está protegida por un espíritu que tiene su origen más allá de este mundo. Y ese Espíritu nos ahorra muchos precipicios.
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